martes, febrero 10, 2009

Poniéndome la boina

Hasta los 20 años no me subí al metro. Puede que esto le choque a un urbanita, pero yo, siendo de pueblo, no me monté en un avión hasta hace 3 años y a pesar de eso, sea por mi trabajo, que hace que pueda atisbar lo complejo del aparato que te pone desde Madrid en Helsinki en sólo 4 horas, o porque sigo conservando cierta inocencia propia del que llega por primera vez a la gran ciudad, cosa de la que, sinceramente, me alegro, me continúan causado cierto estupor algunas de las cosas que veo en las grandes ciudades.
A pesar de los aviones que haya podido coger o de los países que he, mas o menos, conocido durante estos últimos años, a veces me sigo poniendo la boina y no me importa reconocer que continúan impresionándome algunas de las maravillas cotidianas que forman parte de la vida de los habitantes de la ciudad. Ayer fue uno de esos días.
Por motivos de trabajo estuve en Madrid y para volver cogí un tren de cercanías en Nuevos Ministerios. No es la primera vez, ni la segunda, que entro en esta estación, pero sin duda a mí me sigue fascinando esta ciudad subterránea que transcurre por debajo de Madrid. Me causa admiración la ingeniería capaz de crear una red de comunicaciones que transcurre invisible a la superficie y la complejidad de un nudo de comunicaciones más grande que el más grande de los edificios de mi pueblo.
A veces, estas infraestructuras que mueven a cientos de miles de personas a diario me recuerdan a esas películas futuristas en las que más que personas lo que se mueven son autómatas, atrapadas en la prisa de la rutina diaria. Sin embargo, yo trato de ser consciente de la magnitud de esas obras cada vez que paso por ellas y, aunque tengo la suerte de no tener que utilizarlas todos los días, no me importa de vez en cuando pasar por allí y seguir asombrándome por lo que ha sido capaz de lograr el esfuerzo y el conocimiento del ser humano.

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